Ya pasó un año desde el asesinato de Berta Cáceres, que los medios recuerdan simplemente como a una defensora medioambiental hondureña y que, al contrario, es la voz de un pueblo, el alma de una comunidad indígena hija de la Pachamama y que por ella dió su vida. En ella se han fusionado mística y política, en un abrazo profundo y total, que refleja la antigüedad de la cultura indígena. Una cultura que vincula su destino a lo del aire, del agua y de la tierra, amenazadas hoy en día por las actividades extractivistas, por la contaminación de los desechos industriales, por el uso indiscriminado e incontrolado de los pesticidas, por la imposición de monocultivos que arrasan la biodiversidad y los cultivos tradicionales, por la construcción de diques monumentales que desvían los cursos del agua de sus cuencas tradicionales. Una historia contemporánea de tierras depredadas y heridas, de derechos pisoteados por las multinacionales poderosas, aliadas de los gobiernos cómplices y corruptos. Recordar a Berta Cáceres significa hacer memoria de todo esto. Significa gritar al mundo entero que en América Latina los defensores del medioambiente pagan un precio altísimo: solo en Honduras, desde 2010, 123 defensores de la tierra han sido asesinados por las mafias locales, reclutadas por las mafias transnacionales. El último por orden fue Isidro Baledenegro López, campesino y líder de los Tarahumara, población indígena del norte de México, asesinado el 15 de enero. Con todos ellos tenemos una deuda que podremos liquidar en parte solo si de este lado del mundo presionamos a las multinacionales y denunciamos el desastre medioambiental del que consumimos los frutos y cobramos los beneficios.

Fuente: Mosaico di Pace