La Jungla de Calais
“Los habitantes de la Jungla vienen de países en conflicto y escaparon de un sistema económico asfixiante e injusto”, explica Assan, un etíope proveniente de Darfur, que aspira a retomar sus estudios lingüísticos en Londres o en Manchester lo antes posible. Gani es kosovar y vive aquí hace varios meses. Camina con bastones. “Me rompí la pierna derecha al caer del tren que une París y Londres”, dice en un perfecto francés. “Sé que es peligroso, pero apenas pueda me tiro de vuelta. En Kosovo no hay trabajo ni nada, y me gusta Inglaterra.”
La Jungla fue creada como campo para refugiados por la alcaldesa de Calais, Natacha Bouchart, en la periferia de esa ciudad. Su intención era concentrar a los refugiados en un único lugar, suficientemente alejado del centro de la ciudad. Para ello eligió un terreno baldío ubicado en una zona ambientalmente protegida pero que al mismo tiempo está cerca de un par de industrias altamente tóxicas, Interor y Synthexim.
Antes los migrantes se habían instalado en la propia Calais. “Ahora ya no molestan y la ciudad está más limpia”, apunta el dueño de un restaurante céntrico. Del pasaje de estos africanos y asiáticos indeseables ya no queda ni rastro en Calais. Los operadores turísticos se dicen aliviados. Desde abril pasado la presencia policial ha ido en aumento, en particular en torno al puerto y al Eurotúnel, que comunica a Francia e Inglaterra. Los policías vienen de sitios lejanos del país y se alojan en los hoteles. En algunas pensiones todavía es posible ver a algunas familias sirias que llegaron a Calais antes de que el flujo de migrantes fuera masivo y a las que los dueños de esos albergues les alquilan habitaciones en negro.
Para llegar a la Jungla hay que dejar atrás el puerto, entrar en la zona industrial y continuar hasta un punto en el que aparecen unas seis camionetas de los Crs, la policía antidisturbios de Francia. Allí espera Muhamed, un joven iraquí que no oculta su alegría de poder hablar con alguien distinto. Muhamed está leyendo The Secret Adversary, una novela de Agatha Christie que le prestaron en una de las bibliotecas de la Jungla. Nos pide que lo sigamos hasta su carpa, en la zona de los iraquíes. En la Jungla todos están separados por país de origen o etnia. En el “barrio” iraquí la mayoría son kurdos, y hay desde abuelos hasta bebés. Los más “ricos” viven en cabañas, los más pobres en carpas.
Muhamed, albañil de 44 años, viene de una zona cercana a Mosul y llegó a Calais con toda su familia. Sorbe un té mientras espera ser llamado por el “passeur”, para intentar alcanzar Inglaterra escondido en un auto o un camión a bordo de uno de los numerosos ferrys que cruzan hacia los blancos acantilados de Dover.
La Jungla cuenta con dos calles principales que la atraviesan de norte a sur y de este a oeste. En torno a ellas los afganos abrieron restaurantes y otros comercios. El momento de la cena es el más adecuado para conocer a Ahmed, un cocinero cincuentón nacido en Kabul y que se había instalado hace tres años en Italia, en Catania. “Me despidieron y me vi obligado a irme”, dice en un italiano perfecto con acento siciliano. “Luego llegué aquí, a Calais, Vi las condiciones en que vivía la gente y decidí abrir un restaurante. Estaré unos ocho, nueve meses y luego volveré a Catania.” Arroz, carne, verduras, papas fritas, agua, cerveza, té y café es lo que Ahmed ofrece en su local. Una comida completa vale en promedio sólo tres euros por persona [menos de cien pesos uruguayos]. Afuera, en la calle, se pueden comprar alimentos y productos electrónicos a precios no muy diferentes de los de la ciudad.
Es sábado de noche. Las calles y los restaurantes están repletos de jóvenes con ganas de distenderse y olvidar el estrés. De un teatro brotan las elegantes notas de una canción iraní. Terminamos en un night club etíope y eritreo. En la zona eritrea es posible encontrar, además de música, alcohol, drogas y prostitutas.
La iglesia de los cristianos etíopes es simple, aunque elegante y funcional, al igual que los demás numerosos lugares de culto de la Jungla, como las iglesias protestantes y las mezquitas.
“Y a todo esto, ¿qué hace el Estado?”, se pregunta Yoann, un joven estudiante venido de París para observar la situación con sus propios ojos. El ministro del Interior, Bernard Cazeneuve, anunció que despachará más policías y que aumentará el número de camas para mujeres y niños disponibles en el centro diurno de acogida Jules Ferry.
Desde abril pasado, centenares de voluntarios provenientes de Inglaterra, Francia y otros países intentan mejorar las condiciones de vida en la Jungla, junto a grandes Ong, como Médicos sin Fronteras o Cáritas.
La solidaridad llega. Familias brindan a los refugiados alimentos y vestimenta, profesores les enseñan gratuitamente francés, son muchos los niños cargados de juguetes para otros niños… Pero el Estado no aparece. “No hay nadie para centralizar la gestión de toda la ayuda que la sociedad civil desea hacer llegar a estas 8 mil personas desesperadas, y tampoco para gestionar la basura”, comentó, frustrado, un jubilado belga que querría distribuir entre los refugiados ropa y jabón pero no sabe cómo hacerlo.
Antes de volver a las carpas seguimos la luz de un farol que nos conduce al interior de una iglesia etíope. Allí hay un hombre pintando un ángel que ataca a un demonio con una lanza. “Soy un artista. Soy un pintor eritreo. Soy yo el que pintó la iglesia.” Así se presenta Paulos. Otras 8 mil personas como él, olvidadas tras números y generalidades, van de un lado para otro en la Jungla, mientras la población del lugar no para de crecer.
Marino Ficco
Publicado en Comune-info.net, de Italia, en noviembre pasado. Brecha reproduce fragmentos: http://brecha.com.uy/la-jungla-de-calais/